viernes, 4 de febrero de 2011

Dos análisis de La vida es bella, la comedia de Roberto Benigni sobre el Holocausto.


Si de La Lista de Schindler se saca una moraleja -la acumulación de capital salva vidas y cuanto más dinero uno tiene, más vidas puede comprar- La vida es bella nos aporta otra conclusión: ciertos talentos individuales, la simpatía y el humor, sirven para transformar las experiencias más atroces en simples juegos de ganar o perder. Pues bien, lamento defraudarlos: la acumulación de capital cuesta vidas, no las salva, y el horror del campo de concentración es un fenómeno social que trasciende la locura individual del demente que lo inventó y del maníaco que lo desafió. La vida es bella no es otra cosa que una película sobre el Holocausto, visto, como no podía ser de otra forma, con la estética y la ética de los 90. Maravillosa en su factura y luminosa por la transparencia de los estereotipos que atraviesan la cultura posmoderna, allí aparece, dibujado, todo el ideario neoliberal. A saber: La banalización del horror. Así como la derecha europea insiste en que no existió el Holocausto, que es un invento; así como los militares argentinos sostienen que algunos excesos y ciertos errores fueron mal interpretados, La vida es bella se dedica a trivializar la crueldad. Entonces, el campo de concentración se convierte en escenario para desplegar un juego desopilante, la inanición suma puntos, la humillación se premia, los verdugos son compinches, la muerte de judíos hechos botones y jabones, pura ficción. La privatización individual de la culpa social. El destino individual depende, antes que del contexto social, de la picardía con la que cada uno se disponga a lidiar con la circunstancia que le tocó vivir. Si usted es atorrante y descarado, su hijo podrá salvarse de la muerte. Y no sólo eso: también logrará que el pibe se divierta participando de ese juego. Si usted carece de esas virtudes, expone a su hijo a la muerte. Poco importa allí el horror del campo de exterminio, como poco importa aquí el proyecto neoliberal de exclusión social. Lo que decide el futuro de cada uno es la forma singular de hacerle frente. ­Bienaventurados los que tienen un papá con talento para el chiste y desfachatez para el absurdo porque ellos son los que se salvarán! El individualismo que ignora cualquier manifestación de solidaridad. Tal parece ser que bella es la vida que privilegia el zafe individual. Vida que se construye en una cápsula narcisística insensible al sufrimiento de los otros y también alejada del poder que da el conjunto. Fiel a la consigna del sálvese quien pueda debe eludirse cualquier proyecto colectivo de resistencia y el altruismo se da por satisfecho cuando alcanza a la mujer y al hijo. El valor positivo de la mentira: el doble discurso. El padre que nos ocupa, en nombre del amor y de la protección, le miente al hijo, aun antes de entrar en el campo de concentración. La palabra autorizada del padre desmiente la propia percepción del niño. Así, el padre no impide que el niño vea y sufra los horrores del campo (eso hubiera significado tomar en cuenta los indicios que tenía de antemano para impedir a tiempo el cautiverio), sólo que usa todo su poder para transformar el dolor en un juego divertidísimo. Como el fin justifica los medios, la supervivencia está garantizada por el poder de la mentira -el poder de la significación- que es capaz de cambiarle el sentido no a cualquier realidad sino a la más cruel. Si lo sabremos nosotros, que como el pibe de la película, estamos expuestos a un discurso oficial que nos asegura asistir al milagro económico que nos llevó al primer mundo mientras los datos de nuestros sentidos nos indican que estamos padeciendo un infierno de cuarta. La indiferencia. Guiados por la premisa que postula respetar las diferencias, triunfa la indiferencia. Vale todo donde da lo mismo discriminar a un judío o a un visigodo, vivir en un campo de concentración o en una plácida aldea democrática siempre y cuando uno esté dispuesto a pasar la prueba con alegría y desparpajo. Vale todo donde hasta el hecho más monstruoso que la humanidad pudo concebir es parodiado hasta la risa.La lista de rasgos de época que La vida es bella exalta aun sin proponérselo es interminable y nos desliza hacia un problema crucial: una cosa son los obstáculos autoritarios que ponen trabas a los infinitos recursos con que cuenta la cultura para la apropiación simbólica y su consiguiente expresión y otra cosa es pensar que la creación artística es atenuante suficiente como para que, en su nombre, se ejerza la violencia repetitiva -y no elaborativa- con la que el hecho traumático tiende a actualizarse. Una cosa es el horror y otra, muy distinta, las (di)versiones del horror. En otras palabras: ¿cuál es el límite para la banalización del horror? Esta película es sólo eso: parodia, simulacro, copia light y romántica de una crueldad original o es también reiteración de un espanto en clave de joda que, al minimizarlo, sólo augura que ese espanto vuelva a reiterarse. Si la capacidad de mimetizarse con los victimarios le salvó la vida, nada impide anticipar que, con semejante entrenamiento, ese niño siga directo hacia Vietnam para seguir jugando allí en el mismo tanque, desde que, negando la ausencia del padre, alborozado grita:­Ganamos! 

JUAN CARLOS VOLNOVICH. Psicoanalista

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